Boris Johnson hizo de la necesidad virtud, y en pocos meses logró convertirse en el corresponsal estrella del «Telegraph» por sus desternillantes crónicas sobre la burocracia europea, y en el terror de comisarios y portavoces comunitarios, Durante los cinco años de su trabajo en Bruselas, buena parte de los «briefings» –en particular el de las 12, conocido como «la messe du midi»– consistían en desmentidos a crónicas de Boris, con frecuencia tema de portada. No, la Comisión Europea no está contemplando establecer una medida mínima para las manzanas –las danesas son especialmente pequeñas–, ni para los preservativos masculinos. No pretendía tampoco prohibir las barbacoas dominicales en familia, ni establecer que las vacas usaran pañales. Muchos de los clichés y chistes sobre el furor bruselense por la armonía y la homogeneidad salieron de la pluma de Boris Johnson.
Pero logró su objetivo. El euroescepticismo dio paso a la eurofobia, y hoy el Reino Unido está fuera de la Unión. Solo que ahora las bromas no cuentan ya. Los británicos saben que necesitan un buen acuerdo comercial con el continente, que en caso contrario sus pérdidas económicas serán miles de millones de libras (el último informe de la ONU habla de un 14 por ciento de pérdidas anuales), y ahí el ingenio y la chispa de Boris ya no cuentan.