El terrorismo desplegado ayer en Alemania por un tuercebotas paranoico, que a sus 43 años al parecer amedrantaba solo a su madre bajo el mismo techo, es el detritus de una ideología política que parece bien instalada. La de la extrema derecha europea, que predica soluciones simples y radicales para un problema tan complejo como el de la inmigración. Y la del islamismo, el islam político, que endosa a la civilización cristiana la raíz de todos los males que aquejan a las sociedades musulmanas.
Del mensaje de Alternativa por Alemania (AfD) contra todo género de inmigración al alucinante vídeo y manifiesto de Tobias R., el asesino de Hanau, hay un trecho largo. Pero la raíz es la misma: el miedo a perder una civilización en la que en el fondo ya no existen convicciones profundas –ni religiosas, ni siquiera éticas como la tolerancia– ante la presencia cada vez más visible en las calles de otra civilización que sí las tiene, al menos externamente. El asesino que sale a la calle en busca de un velo, o de una «shisha», para simbolizar su odio al islam o al extranjero, es una fanática contradicción de la civilización cristiana que dice defender.
Tanto el neonazi psicópata como el yihadista suicida tienen en común su desprecio de la religión y el vano uso de ella para justificar su locura. Tobias R. se vio en la necesidad de invocar el supuesto «culto al diablo» de una supuesta secta secreta norteamericana que trabaja para destruir la civilización europea. El yihadista invoca en voz alta a Alá cuando desata su locura terrorista. El terrorismo moderno es un terrorismo blasfemo que, como en la antigüedad, considera que sus dioses son más grandes que los del pueblo que condena al exterminio.