Latinoamérica tiene políticas contra la pobreza, pero no para la nueva clase media

De alguna manera, Latinoamérica está muriendo de un relativo éxito. Las protestas sociales registradas en varios países de la región en los últimos meses tienen una explicación de fondo: hablan, sí, de la decepción de las expectativas de una creciente clase media, pero también del extraordinario aumento de esta.

En Latinoamérica ha habido un excelente resultado de los programas de reducción de la pobreza (las llamadas transferencias monetarias condicionadas, copiadas en otros lugares del mundo), pero también de la excesiva fijación en esos programas cuando el histórico crecimiento de la clase media requería complementarlos con nuevas políticas para hacer frente al surgido problema de la vulnerabilidad de esa nueva mayoría social.

El diagnóstico lo hizo a finales de enero el director del departamento para el Hemisferio Occidental del Fondo Monetario Internacional (FMI), Alejandro Werner:

«El haber logrado una reducción tan importante en el abatimiento de la pobreza también hace que se genere un reto importante para los hacedores de política en América Latina, ya que el diseño de las políticas sociales tiene que orientarse a atender otros factores, no el abatimiento de la pobreza extrema».

Según Werner, no es que tenga que dejarse de lado ese esfuerzo, «pero claramente el reto ahora ya, como mucha gente lo ha manifestado, también se debe enfocar en atender aquellos segmentos de la población que ya no están en pobreza, que son clase media».

El economista mexicano considera que para resolver la vulnerabilidad de esa clase media hay que aplicar instrumentos diferentes de los esquemas de transferencias condicionadas que se implementaron en el pasado. El requerimiento está en la mejora de servicios que se presta a los ciudadanos, como el acceso a una educación y una sanidad de calidad, así como aspectos de seguridad jurídica, fortalecimiento de la instituciones o transparencia.

Transferencia monetaria condicionada
Desde finales de la década de 1990 la lucha contra la pobreza y la desigualdad fue una prioridad en la mayor parte de los países latinoamericanos. Con ese propósito nacieron los programas de transferencia monetaria condicionada: la entrega directa de sumas de dinero a individuos o familias de pocos recursos, sujeta a condiciones como la alfabetización propia, la escolarización de los hijos o las revisiones médicas periódicas, según los programas.

El objetivo era doble: aumentar el poder adquisitivo de esas personas, mejorando su nivel de vida, y promoverles en la escala social, al menos brindando a su descendencia mejores perspectivas socio-económicas. Países como México y Brasil fueron pioneros en esas políticas (sus programas Progresa o Bolsa Familia tan tenido un gran impacto), que luego se han generalizado en la región y en el resto del mundo.

El «boom» del precio de las materias primas, finalizado abruptamente en 2014, ofreció durante la década previa importantes ingresos a los Estados para la distribución de ayudas a través de esos programas. Estos ayudaron a que entre 2002 y 2014 la pobreza en Latinoamérica bajara del 45,4% de la población al 27,8% (la pobreza extrema lo hizo del 12,2% al 7,8%), de acuerdo con las cifras de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de la ONU. En ese tiempo el número de pobres se redujo en 66 millones de personas (de ellos, 16 millones salieron de la pobreza extrema). La desigualdad también ha descendido, bajando del 0,538 en el coeficiente de Gini (2002) al 0,465 (2018).

Gracias a esa transformación, el volumen de la clase media, que pasó del 20% al 34%, superó al de pobres, pero lo que podría llamarse la «clase vulnerable» ha pasado a ser la mayoritaria, suponiendo el 37% de la población, según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Por vulnerables se entienden aquellas personas cuyos ingresos han superado el umbral de pobreza, pero cuya situación no está del todo consolidada y pueden retroceder en sus condiciones.

Para consolidar ese salto, los ciudadanos requieren de unos servicios públicos de calidad que respondan a sus propias expectativas y necesidades. La falta de ellos, por incapacidad de los gobiernos y por sus malas prácticas (corrupción y sentido patrimonialista del poder, entre otras), alimenta el malestar social que vemos en muchos lugares de la región.

Perspectivas grises
Las perspectivas no son buenas. Como ha dicho Alejandro Werner, mientras entre 2000 y 2013 Latinoamérica tuvo un crecimiento económico medio del 2%, entre 2014 y 2019 la cifra fue de apenas un 0,6%. Para 2020 se prevé una ligera mejora (del 1,3% o del 1,6%, según la previsión del FMI y de la CEPAL, respectivamente), pero sigue tratándose de una magnitud baja.

Más allá de las puras cifras económicas, diversas voces se han mostrado pesimistas en las últimas semanas sobre las posibilidades de transformación de la región. Alicia Bárcenas, secretaria ejecutiva de la CEPAL, ha sido contundente al sentenciar que América Latina «ha perdido el tren de la política industrial y la innovación». Por su parte, David Ross, directivo del fondo francés de inversión La Financière de l’Echiquier, ha señalado que es «la importancia de las industrias extractivas la que está reteniendo del desarrollo general» latinoamericano: se trata de un sector que necesita mucho capital y apenas genera empleo y mantiene a los países atados a los ciclos de las grandes potencias.